dimecres, 23 de gener del 2019

Nº 287. Cuentos del Sahara: El Maharrero

En Joaquim Mateu a finals de l'any 2013. Toni Pérez; Lluís Auroux; J. Mateu i Floren Fadrique.
La última foto que tenim d'ell

Aquest és el segon conte d’en Joaquim Mateu Sanpere que publiquem. El primer va ser una vivència seva en tota l’extensió de la paraula; en va ser un dels seus protagonistes.

En aquest segon conte, en Joaquim va ser un dels oients del conte que va explicar el caporal Mahfud als components del campament en mig del terreny desèrtic però, a més de transmetre'ns el que va sentir, ens fa una bona introducció de l’ambient militar, de la flora dels voltants i dels costums. També ens explica la tasca que feia: recollir fauna, minerals, fòssils, i les seves observacions. Tampoc, en aquest cas, tenim referències de la data, que possiblement també podria ser entre els anys 1941 i 1945. Quan al lloc dels esdeveniments tampoc en tenim cap dada, tot i que hauria de ser dins la zona indicada en el mapa
Mapa inclós en l'article de l'estudi dels caràbids. El lloc probable hauria de ser per a la part superior del mapa 

Estic convençut que en Joaquim s’ha recreat amb literatura pròpia a la part central del conte, quan l’Emhámed està buscant “sbáa” (lleó) perquè l’ajudi. Els paratges que descriu són explicats amb termes físics i geològics que, molt bé, podrien ser de la seva collita. O així m’ho sembla…


Com a complement, s’insereix a l’inici, una petita part del seu treball entomològic (de 164 pàgines) sobre els coleòpters caràbids del “Sahara Español”, en el que, com a introducció, ens explica les zones on va treballar entre els anys 1941 i 1945, on també podem conèixer amb qui col·laborava i dins de quins estaments estava "treballant”, paraula no adequada, ja que millor podríem dir que… estava gaudint de la seva recerca! 

Mantenim l’escrit en castellà, segons està a l’original. Mínimament s’ha corregit gramaticalment per adaptar-ho a les normes actuals. Es va publicar a la revista EOS XXIII, 1947  164 pp + 5 làmines

Mantenim l’escrit en castellà, segons està l’original. Mínimament s’ha corregit gramaticalment per adaptar-ho a les normes actuals.

CUENTOS DEL SAHARA:  EL MAHARRERO (1)


(1) Los "maharreros" son, entre los saharianos, los artesanos que se dedican a toda clase de oficios manuales, siendo por este motivo despreciados y considerados como una casta aparte)


Poco antes del “mogreb” (Oración de la tarde), al atardecer de un día tibio y tranquilo, llegamos al campamento de regreso de un largo paseo por los alrededores, paseo que, como siempre, había sido pródigo en resultados: Insectos, plantas y fósiles del desierto llenaban por completo el zurrón. Los interesantes materiales recogidos y las no menos interesantes observaciones realizadas, henchían nuestro espíritu de alegría y optimismo. La labor había sido buena, y la satisfacción de haber cumplido a conciencia nuestro deber justificaba esta euforia.

Una vez acondicionado el fruto de nuestras pesquisas, nos acercamos al grupo formado por los “áskaris” (Soldados indígenas) de la escolta, quienes, anticipándose, tenían preparado ya un confortable sitial, arreglado con varias mantas y azaleas para que pudiésemos saborear el té de ritual tumbados cómodamente. El sol estaba en su ocaso y sus oblicuos rayos llameaban vivamente en el horizonte en una espléndida apoteosis de luz.
Sus destellos, sin embargo, apenas llegaban a la “grara” (Depresión del terreno en donde se acumula arcilla y el agua después de las lluvias originando una vegetación más densa que la de los alrededores) en donde estábamos acampados desde hacía unas horas, por impedirlo la tupida vegetación arbustiva que nos rodeaba.

La brisa de la tarde, perfumada por los efluvios del “exdari” (Rhus oxyacantha, nombre indígena de un arbusto muy útil por su madera dura y compacta), en flor, y por el penetrante aroma, un tanto exótico, de las flores de ciertas compuestas pintadas de azul, adormecía los sentidos cual maravillosa bálsamo vertido por las manos de alguna saharauilla de aterciopelados ojos, profundos y brillantes como las noches de enero. La hoguera crepitaba, y la vieja cafetera colgada sobre las ascuas barboteaba entre humaredas y silbidos su jadeante runruneo de vieja asmática. En el centro del corro la bandeja de cobre, bruñida por la arena y por el sol, lanzaba opacos reflejos dorados que se descomponían, al espejarse en los vasos, en apagadas irisaciones tenues y agrisadas en medio de la penumbra que lentamente nos envolvía. A nuestra derecha, y en un claro de la vegetación, a contraluz, la absurda silueta de un camello recortándose sobre el cárdeno celaje del fondo comunicaba al paisaje un no sé qué fabuloso, de otros tiempos, ya muy remotos, perdidos en las nebulosas edades del pasado, En aquellas épocas otros muchos animales de formas extrañas y gigantescas como aquél recorrían, seguramente, lo que hoy es el mayor desierto del globo, barzoneando por sus praderas y dilatadas sabanas, iluminados por esta misma claridad crepuscular. El sol, ayer como hoy, inmutable y permanente, les enviaba al ponerse, la firme promesa de volver al día siguiente, y al otro, y así hasta la consumación de los siglos, ¿Quién sabe?, quizás, cuando, nuestro pobre planeta haya devuelto al caos lo que del caos ha salido. Helios seguirá enviando a la tierra desierta sus ya inútiles rayos de luz. Nada pues, ni hombres, ni animales, ni plantas, ni materia viviente alguna puede eludir este retorno al abismo y al no ser.

Sin embargo, hoy por hoy podemos aún gozar del efímero ensueño de la vida con sus pasajeros goces y sus largas amarguras, sin acordarnos siquiera que este sol que nos alumbra y calienta iluminará en breve nuestra tumba, ultima y definitiva morada de nuestro deambular por la tierra.

Duerman, no obstante, las remembranzas del pasado y las brumas de lo porvenir y dejémonos mecer por el recuerdo de aquella paz solemne y patriarcal, que solo puede gustarse hasta la saciedad en el mar sin límites de las llanuras saharianas donde se percibe, casi como algo tangible, material.

Mientras, la achatada esfera solar había transpuesto la lejana línea del horizonte. Los saharauis humillaban ya sus frentes en acto de adoración y reverencia al Supremo Hacedor del Universo todo. ¡Alah el kebir! ¡Alah el kebir! (Dios es grande). Lamento del alma mahometana! Estas palabras resuenan y se arrastran por el infinito desde el extremo occidental de África, junto a las aguas inquietas del Océano Atlántico, hasta la fabulosa Asia en el corazón de la jungla indostánica. Las miradas del Islam convergen hacia la sagrada ciudad de la Meca, símbolo y pilar de la religión musulmana, implorando del cielo el perdón, la piedad y la misericordia, gracia que todos los hombres sea cual fuere su nacionalidad, raza o religión, piden a Dios para consuelo de los males que afligen a la humanidad.

Terminado el rezo, la conversación se generalizó en nuestro reducido grupo. A la vez que se paladeaba el té en pequeños y ruidosos sorbos -única forma de ingerir la hirviente y azucarada infusión -, se comentaban a grandes voces (natural modo de hablar de los saharianos), los incidentes del día: Se discutía de camellos, de los pastos, de razzias, de combates ya pretéritos, y de los menudos problemas que constituyen la base de las tertulias saharianas. El corto crepúsculo característico de las regiones próximas a los trópicos, había dado paso a la suave obscuridad nocturna, y en el cielo, de un verde esmeralda muy profundo, se encendían, una tras otra, las titilantes estrellas. Igual que las lamparillas bajo las altas bóvedas de los templos veíaselas al principio, temblar convulsivas cual si fueran a apagarse por completo; luego, las llamitas se reafirmaban, los guiños eran más regulares y el brillo más intenso. Su luz tamizada por los vacíos espacios siderales, esparcía sobre la silente tierra una débil polvareda de plata. Después de los comadres siguieron los cantos, y a poco las voces guturales de los indígenas pusieron a prueba la resistencia de nuestros tímpanos. Solamente amortiguábase la baraunda cuando el Hebib entonaba una cancioncilla con dulce voz de falsete de un registro muy alto. Finalmente, cuando las melopeas del desierto cesaron de atronar los oídos, el cabo Mahfud, con su empaque de hombre de una “familia grande", nos anunció sin más preámbulos que iba a relatarnos para divertirnos una antigua conseja del Sahara, en la cual, la figura de un pérfido “maharrero” jugaba un papel principalísimo. Al mismo tiempo, el cuento, demostraría una vez más la mezquindad y malicia que son inherentes a tales individuos, repudiados, con razón, por todos los buenos musulmanes del Sáhara. Y empezó así:
“Hace muchos años (periodo de tiempo que para un saharaui puede abarcar lo mismo treinta años que trescientos), marchaba un “hassani” (Llámanse así los hombres de las tribus guerreras, descendientes, según ellos, de los Beni-Hasan, tribu de origen árabe que conquistó el Sahara) llamado Emhámed en dirección a un pozo innominado del sur del gran desierto. Hombre previsor, caso raro entre los nómadas, iba provisto de cuerdas de cuero trenzado para poder extraer con facilidad el agua de las profundidades del “bir” (pozo). Llegado que hubo al sitio en cuestión fue a dar una ojeada previa al pozo para preparar la instalación. Al asomarse al agujero, ¡Alah!, sus ojos contemplaron un espectáculo inaudito: en el fondo del “bir”, el “sbáa” (león), el “dbáa” (hiena), el “djibb”(chacal), el “hanisch” (serpiente), el “far” (ratón), y por último un ser humano, un “maharrero”, convivían en revuelta mescolanza. Al verle empezaron a suplicarle, todos a la una, que se apiadase de ellos y les sacase del pozo donde habían caído la noche anterior ¡Qué de promesas, qué de gemidos y ruegos!

Compadecido Emhámed de aquellos seres que en tan grave aprieto se encontraban, se dedicó acto seguido a rescatarlos de su prisión. El león fue el primero en salir a la luz del día -no en vano es el rey de los animales-. Muy emocionado dio las gracias a su salvador a quien manifestó que si en alguna ocasión podía serle útil, no dudase en recabar su ayuda pues quedaría en extremo complacido de poder demostrarle su gratitud. Al retirarse ya, le hizo esta advertencia: Saca a todos los que sufren en el fondo del pozo, pero recuerda: NO SALVES AL “MAHARRERO”.
Maharrero.   Foto: Hernández Gil, de internet
La hiena, el chacal, la serpiente y el ratón, fueron extraídos sucesivamente de las tinieblas. Todos sin excepción, le expresaron su agradecimiento y ofreciéronse al compasivo saharaui para cualquier momento en que su ayuda pudiese serle necesaria. También, con unanimidad de criterio, le aconsejaron que abandonase al “maharrero”, desconfiando de sus promesas y haciendo caso omiso de sus ruegos y demandas.

No obstante, el buen Emhámed no pudo resistir largo tiempo las súplicas del desdichado y al poco rato salía éste del pozo sano y salvo. Las demostraciones de afecto del tal individuo fueron múltiples; juró y perjuró que jamás olvidaría tan señalado favor, y que siempre más pediría al cielo le brindase una ocasión para demostrar su inmensa gratitud a su bondadoso bienhechor.

Pasó el tiempo, nuestro amigo Emhamed vivía feliz en su “jaima” (Tienda indígena de pelo de camello y cabra) rodeado de sus servidores y amigos bendiciendo a Dios por la tranquilidad y sosiego de su apacible existencia. Fiel cumplidor de las enseñanzas de Sidi Mohamed (Mahoma), cumplía el Corán al pie de la letra y así su vida, era manantial de paz y dulzura.

Pero como nada hay eterno en el mundo… Entre sus rebaños de cabras y ovejas empezaron a faltar diariamente algunas cabezas. Y la cosa no paró aquí, sino que fue en aumento de un modo alarmante. Por la mañana los despojos frescos de las víctimas indicaban la tragedia ocurrida durante las foscas horas de la noche: Los chacales habían celebrado un buen festín a expensas de sus reses. Inútiles fueron cuantas precauciones se tomaron; hombres y perros vigilaban atentos sin poder sorprender a los nocturnos visitantes que proseguían a más y mejor su destructora labor. Los días se obscurecían para nuestro amigo, el cielo parecía sordo a sus ruegos, y su corazón llenábase de pesadumbre.

Dispuesto a terminar con aquellas matanzas Emhamed salió al campo en busca del chacal a quien librara de la muerte. Hallóle al fin, y el chacal, gozoso al verle, se le acercó diciendo:

-Aquí estoy amigo. ¿Qué deseas de mí?

-Quiero, respondió el saharaui, que me ayudes a librarme de aquéllos de tus hermanos que se ceban en mis ganados, produciendo, por lo tanto gran perjuicio a mi hacienda.

-Lo haré gustoso replicó el “djibb”, pero para conseguir tus deseos necesitaré la ayuda de alguien fuerte y decidido. Tal vez el “dbáa” que conmigo cayó al pozo quiera
 ayudarnos, pues de otra forma yo no podría enfrentarme solo con todos los chacales que degollan tus ovejas.


Partió el animal y al poco rato regresó acompañado de la hiena. Emhamed rogó a esta secundase los planes del “djibb” para acabar con los depredadores de su ganado. Accedió complaciente el “dbáa” y puesto de acuerdo con el "djib” cayeron aquella misma noche sobre los chacales asesinos matando a los más audaces e imponiendo el respeto a los restantes, a quienes advirtieron que en lo sucesivo se abstuviesen de atacar los rebaños a de su amigo bajo pena de entendérselas con ellos. Y como la fuerza y el valor siempre se imponen, desde aquél momento cesaron para siempre las degollinas del ganado. La hiena y el chacal pagaron así la deuda de gratitud que contrajeron tiempo atrás con el generoso saharaui.


Nuevamente la estrella de la suerte brilló para nuestro amigo. Las lluvias vivificaron las resecas llanuras, y la hierba fresca y jugosa en-gordó presto a sus camellos, cabras y ovejas. La leche manaba a raudales de las hinchadas ubres; la cebada crecía y prometía una cosecha ubérrima; la caza se prodigaba por doquier, y los rebaños de gacelas, antílopes y avestruces pululaban por todo el desierto, El Sáhara vertía a manos llenas el cuerno de la abundancia y por todas partes la alegría y la prosperidad eran bien patentes. Desde la mañana hasta la noche el “Handulilah” (Alabado sea Dios) resonaba en todas las “jaimas”, incluso en las más humildes.


Pasados un par de años, la sequía causó terribles estragos en aquellas zonas. Los pastos se agotaron, los pozos se secaron, y el calor y la sed se adueñaron del Sáhara. Ni una brizna de hierba, ni un sorbo de agua en centenares de kilómetros cuadrados. El sol implacable calcinaba la escasa vida del desierto. De día en día el calor aumentaba y los ramalazos ardientes del “irifi” (viento cálido del sur) cubrían de arena los innumerables cadáveres de los animales, que víctimas del hambre y de la sed jalonaban, con sus carroñas y blancas osamentas, las desiertas rutas caravaneras como símbolos mudos de un inquietante más allá. El cielo luminoso de un azul aurado recortaba con cruda nitidez los tristes despojos de los que sucumbían a las terribles embestidas del desierto. Solamente se amortiguaba su brillo cuando el ventarrón caliente removía las inmensas nubes de arena de un color amarillo ocre, que en los atardeceres tornábase de un rojo sangre, antes que las sombras de la noche cubriesen la tierra con sus tintas oscuras que todo lo uniforman e igualan.


¡Pobres saharianos obstinados en vivir en un suelo tan árido y hostil! Unos años así, y todas sus riquezas desaparecen impotentes para impedirlo como se esfuman en la mente los recuerdos del pasado e incluso los del cercano ayer.


Decíamos, pues, que la sequía acabó con la paz y la tranquilidad de los habitantes del desierto, y, como tantos otros, también Emhámed quedó sumido en la mayor pobreza. Solo, abatido y sin objetivo en su vida, anduvo errante y hambriento hacia el Sudán en donde los daños producidos por la sequía habían sido menores. Cierto día, vagando por las cercanías del mar, vio a lo lejos un grupo de muchachitas negras que holgaban en la linde de la playa. Una de ellas especialmente sobresalía de las demás por la belleza y la pureza de sus formas, así como por la magnificencia de sus ropas y joyas que denotaban a primera vista la calidad y prosapia de su propietaria. A los pocos momentos la alegre muchachada despojándose de sus vestidos y aderezos y corría hacia el mar a disfrutar de las aguas tibias sobre las carnes jóvenes, tersas y prietas como el ébano pulido.

La ambición y el deseo se apoderaron del corazón del hijo del desierto. Misteriosos impulsos heredados de sus antepasados guerreros, héroes en cien correrías de pillaje y destrucción, renacían en él en forma violenta y perturbadora. ¡Si pudiese apropiarse de aquellas alhajas! Solamente con algunas rehacía de golpe su perdida fortuna. Mas… ¿Cómo hacerse con ellas sin ser visto y sin levantar sospechas? Largo rato estuvo sumido en tales cogitaciones hasta que una idea luminosa cruzó por su cerebro. Sin embargo, para ponerla en práctica era precisa la ayuda de un ser bravo, fuerte y poderoso, y, ¿Quién mejor para ello que su amigo el “sbáa” que tantas protestas de gratitud le hiciera cuando lo rescato de las profundidades del “bir”? Si el chacal y la hiena se portaron tan bien con él cuando los necesitó, fácil sería que el león no se quedase atrás en esta ocasión.

Animado por estos pensamientos se encaminó hacia los montes cercanos, sede del “sbáa”, y empezó a recorrerlos concienzudamente llamándole a grandes voces. Escaló las descarnadas cumbres, caóticos montones de obscuras rocas colocadas sin orden alguno, unas sobre otras, como prueba fehaciente de los trastornos geológicos de la corteza terrestre ocurridos en los albores de la historia de nuestro planeta. Visitó los profundos y escarpados valles, en el fondo de los cuales grandes cantidades de bloques desprendidos de las laderas yacían dislocados adoptando las formas más diversas y asombrosas. Tan pronto eran espeluznantes monstruos que parecían quererle aplastar entre sus pétreas moles, como lejanos castillos levantando al cielo sus ilusorias almenas, difuso todo por la superposición de las peñas y riscos, con un algo de fantasmagórico en su concepción, avivada dicha imagen, si cabe, por las columnas de arena que el viento que en loco torbellino presto impelía con furia sobre las supuestas fortalezas. En lontananza, el polvo en suspensión dibujaba siniestras volutas de un color amarillo turbio que vistas a distancia aparentaban brotar del atormentado paisaje. Algunas acacias de espinas blancas y de retorcido tronco salpicaban aquí y allá las tétricas vallonadas, acompañadas por la inevitable corte de resecas y esmirriadas matas de color uniforme, gris parduzco. Sus tallos desprovistos de hoja y erizados de largas púas mostraban el ambiente de aquellas inhóspitas regiones en la semi-penumbra de la tarde, a tono, ciertamente, con las turbias intenciones del infeliz Enhámed.

Cuando el sol descendía ya al ocaso, un alegre rugido advirtió al pícaro nómada la presencia del león. Después de saludarse con agrado, Enhámed le espetó a renglón seguido, las cuitas que le atosigaban y el remedio que había imaginado para poner fin a tan precaria situación, a cuyo fin necesitaba su incondicional ayuda. El león avino a prestársela y determinaron que al siguiente día darían el golpe que Enhámed tenía planeado.

Por la mañana se pusieron al acecho de las jóvenes bañistas, y cuando estas salieron del mar dando por terminado el baño, apareció el león rugiendo con ferocidad y azotándose furiosamente los flancos con su cola de serpiente. Las muchachas despavoridas huyeron en desbandada. Entretanto Enhamed, aprovechando la confusión de los primeros instantes, se apoderó de las joyas que habían quedado sobre la playa. Eran de oro. Al verlas el león le advirtió, para su buen gobierno, que en aquel país el uso del áureo metal era prerrogativa exclusiva de la familia del rey, debiendo procurar no le viesen con el oro encima, pues las consecuencias podrían ser fatales. Emhámed prometió ser discreto, y el “sbáa”, satisfecho de haber cancelado la deuda contraída tiempo atrás, regresó de nuevo a sus montañas donde tenía importantes asuntos que resolver.

Recordando las últimas palabras de su amigo, decidió Emhámed entrevistarse con el “maharrero” al que salvara la vida –cuya casa estaba en el poblado cercano-, para rogarle quisiera fundirle las joyas y convertirlas en un simple lingote, cosa menos llamativa y más fácil de esconder. Fuese, pues, a la casa del “maharrero” que pareció, por lo pronto, encantado al verle y contento de poderle prestar tan pequeño servicio. Por la tarde podría pasar a recoger el lingote.

Así lo hizo el saharaui, pero he aquí que al llegar a la casa del "maharrero" varios soldados del rey salieron del interior acompañados por el truhán, y le detuvieron antes de poder pensar en la huida.

-Este es el ladrón de las joyas de la princesa, gritó el “maharrero” detenedle y lleváoslo. Yo iré luego a palacio a recoger la recompensa ofrecida por el rey a quien descubriese al ladrón que robó las alhajas de su hija.

Emhámed quedó aterrado. Jamás imaginó una traición semejante. Ahora ¡ay! tenía que deplorar no haber escuchado los consejos del león, de la hiena y de los otros animales que sacó del pozo. ¡Cuánta perfidia! ¡Cuánta ingratitud! en el negro corazón del “maharrero”. Por un puñado de "kaulis” (Moneda antigua y en desuso) entregaba a la justicia a su salvador.

Sumido en tan penosas reflexiones fue llevado a palacio donde cubierto de cadenas y grillos tenía que esperar la terrible sentencia dictada por el rey. Su ambición le había perdido. Los bienes mal adquiridos no merecen la aprobación del cielo, y Alah se apartaba de él abandonándole a su triste suerte. Una muerte cruel al cabo de unas horas. Al despuntar la aurora pletórica de luz y de vida, todo concluiría para él; su cuerpo tornaría, a la tierra, pues de tierra y barro fue hecho; su alma…¡Oh vida, detente! ¡Oh sol párate!, dejadme empezar de nuevo, dejadme rectificar. No es justo que por un momento malo, por una traición todo termine y la muerte me anonade para siempre.

Al oír tales lamentos, un ratón que por allí correteaba se detuvo y mirando al prisionero a los ojos le dijo:

-Un día no muy lejano tú me auxiliaste librándome de la muerte horrenda que me esperaba en las profundidades de un “bir” perdido en el desierto. No he olvidado tu acción y de buen grado quisiera librarte del peligro en que te hallas. Dime: ¿Qué puedo hacer por ti?

-Ratón buen ratón, tu alma es blanca y mejor que la de muchos de nosotros; si pudieses avisar al “hanisch” que contigo estuvo en el pozo y explicarle mi apurada situación, estoy seguro de que hallaría algún medio para librarme de este aprieto. Ya sabes que las serpientes son sabias y prudentes.

Marchó el ratón reapareciendo al poco rato acompañado del “hanisch”. Este reptó hasta el hombro de Emhámed y suavemente le silbó al oído: -Escúchame con atención: A estas horas el príncipe heredero duerme la siesta en sus habitaciones tendido sobre mullidos almohadones; la guardia, amodorrada por el calor, dormita también, y los esclavos comen su frugal yantar. Aprovecharé, pues, este momento para introducirme en la cámara y me colocaré con sigilo encima del príncipe, de modo que mi cabeza quede sobre su rostro. Cuando entren a despertarlo me verán los criados, pero por miedo a que yo hinque en su cuerpo mis venenosos colmillos, se abstendrán de llamarle o de tocarme tan siquiera. Habrá gran revuelo en palacio. Entonces tú di a los guardianes que conoces la manera de que yo abandone la estancia sin causar daño alguno al príncipe, si bien para lograrlo necesitas el seso de un “maharrero”. Inútil decir que si salvas al joven príncipe, el rey su padre te perdonará y colmará de honores. Por otra parte, yo no me moveré hasta que me des un pedazo de seso del “maharrero” que te ha vendido. De este modo quedarás vengado y ya jamás el traidor podrá causar daño a nadie.

Todo se realizó como el “hanisch” había previsto. Pregoneros reales recorrían las plazas y callejas anunciando que si alguien conseguía librar al príncipe del peligro mortal en que se hallaba, el rey le nombraría alto dignatario de la corte, además de concederle la mano de una de sus hijas.

El arrepentido Enhámed llamó a sus guardianes comunicándoles su intención de salvar al príncipe. Acto seguido fue llevado a presencia del rey e hincado de rodillas respetuosamente le expuso su plan. El monarca se avino a probar lo dicho por Emhámed, no sin antes advertirle que de fracasar la muerte entre espantosos suplicios sería el pago. Si, por el contrario, conseguía salvar la vida de su hijo muy amado, le perdonaría y cumpliría lo que sus soldados pregonaban.

Pidió nuestro amigo el seso de un “maharrero”, y al momento fueron detenidos todos los de la ciudad. Mataron al primero, y Emhámed cortando un pedazo de seso se lo ofreció a la serpiente. Esta denegó con la cabeza. -No quiere este seso, dijo Emhámed, que maten a otro. Sacrificaron, pues, al siguiente y a varios más, hasta que le llegó el turno a su enemigo cuyo seso se comió el “hanisch” con avidez, que desapareció a los pocos instantes por una grieta de la pared. ¡El príncipe se había salvado!Poco tiempo después celebráronse las bodas de Emhámed con la princesa, y desde entonces vivió para siempre en paz, rodeado de hijos, riquezas y honores.

Y aquí concluye el cuento de Mahfud.

Los “áskaris” chasquearon la lengua en señal de aprobación, y sus chasquidos parecían decir: Cualquiera se fía de un “maharrero”, si hasta el más ruin de los animales es mejor que todos ellos.

Luego el silencio planeó otra vez sobre nosotros. Las estrellas, brillantes como nunca, parpadearon asombradas. El aroma de las flores era más y más penetrante, y la brisa nocturna refrescaba el cálido ambiente. Silencio, silencio profundo en la noche sahariana, solamente interrumpido, de tarde en tarde, por el manso rumiar de los camellos o por el tímido canto de un grillo que alteraba.

¡Calma pura edénica y reconfortante después de los trajines del día!

Sumergido en la dulce lasitud del momento busqué la moraleja de la ingenua historieta relatada por Mahfud con su ronca voz. Era curioso, pero no podía menos que recordar con cierta simpatía a los vilipendiados “maharreros” que tan despreciados se ven por la comunidad musulmana. No, no son tan malos como dicen los saharauis. A fin de cuentas, ¿qué sería de estos sin su inapreciable ayuda? Véase si no ¿Quién construye las cómodas y fuertes “rahlas” (Monturas de camello)?, ¿Quién labra la plata y el cobre, suprema delicia de la coquetería sahariana?, ¿Quién curte las pieles, confecciona sandalias, adorna los cuerpos con polícromos colores y variados dibujos, y trabaja la madera y el hierro? En resumen ¿Quién provee a los saharauis de todo aquello que constituye el ajuar doméstico y sus equipos de caza, guerra y pastoreo? El “maharrero”. Los hijos del desierto con su proverbial desprecio por los trabajos manuales propios de los “maharreros”, esclavos y mujeres, son incapaces de procurarse los más elementales instrumentos de utilidad o de adorno. Si es cierto que en algunas ocasiones cometen aquellos alguna picardía, no menos cierto es también que nadie hay en el mundo exento de defectos y tentaciones, y los “maharreros” no son realmente mejores ni peores que cualquier hombre, moro o cristiano, esclavo o liberto.

FI
El primer full de l'original d'en Joaquim Mateu

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